“Hicimos daño a la gente de El Salvador”, dijo McGovern. “Creo que tenemos el deber de corregirlo”. En su oficina en Washington, McGovern tiene un cartel que muestra a los seis jesuitas asesinados y una fotografía de un mural salvadoreño que representa al arzobispo Romero, a quien el papa Francisco canonizó en 2018. “Ayudar a las personas con TPS a regularizar su estado y convertirse en ciudadanos sería un paso en la dirección correcta”, dijo. En marzo, la representante por California Lucille Roybal-Allard presentó una nueva versión de la Ley de Promesa y Sueño Americano, que otorgaría estatus legal permanente condicional a los beneficiarios de DACA y TPS. Pero a medida que los migrantes centroamericanos llegan a nuestra frontera sur, las posibilidades de aprobar cualquier proyecto de ley que incluya legalizaciones permanentes disminuyen. Ahora parece poco probable que el Congreso logre un progreso real en la reforma del sistema, lo que deja una vez más a millones de inmigrantes vulnerables a las cambiantes agendas de los presidentes de Estados Unidos.
En 2018, casi dos millones de inmigrantes indocumentados en Estados Unidos eran de Centroamérica, más que de cualquier otra región excepto México. Mucha gente ha oído hablar de la violencia, la anarquía y la miseria que provocan que estas personas ingresen a Estados Unidos. Pero pocos recuerdan el papel de Estados Unidos en la creación de estas condiciones durante la Guerra Fría. En Guatemala, en 1954, Estados Unidos derrocó a un presidente elegido democráticamente que trató de implementar reformas laborales y agrarias. En Nicaragua, financió una guerra encubierta contra un gobierno socialista y llenó un puerto de minas. En Honduras, gastó más de mil millones de dólares en ayuda militar y apoyó tácitamente a los escuadrones de la muerte. En Panamá, estableció una Zona del Canal neocolonial y estableció la Escuela de las Américas del Ejército de Estados Unidos, que capacitó a unos 60.000 oficiales militares latinoamericanos en el uso de técnicas de tortura y ejecución. Resulta significativo que Costa Rica, ubicada aproximadamente a una hora de El Salvador en avión y con más del doble del tamaño territorial, no sea una fuente importante de inmigración a los Estados Unidos; es la nación más próspera de Centroamérica. A diferencia de sus vecinos, Costa Rica evitó la intervención militar de Estados Unidos.
En un mensaje de 1904 al Congreso, el presidente Theodore Roosevelt justificó explícitamente la intervención de Estados Unidos en cualquier lugar de América Latina con el argumento de que una “nación civilizada”, como Estados Unidos, debería ejercer “un poder policial internacional”. El Salvador podría haberse recuperado de su experiencia con ese poder si el presidente Bill Clinton no hubiera firmado la Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y de Responsabilidad del Inmigrante en 1996. Este proyecto de ley popular aceleró la deportación de criminales, y estas expulsiones enviaron delincuentes violentos a El Salvador, un país que aún no había recuperado el Estado de derecho. Las deportaciones ayudaron a transformar una peligrosa pandilla de California, la MS-13, en un sindicato criminal transnacional que aterroriza a gran parte del país.
“Nunca ha habido nada de naturaleza legal que reconozca la culpabilidad de Estados Unidos por estas condiciones”, dijo Karen Musalo, profesora de derecho internacional en la Universidad de California-Hastings. “Y parece haber, francamente, una amnesia total al respecto”. El gobierno de Biden ha sugerido que Estados Unidos gaste 4000 millones de dólares “para abordar las causas subyacentes de la migración” desde Centroamérica. Pero la historia sugiere que el dinero por sí solo no es la solución. En las manos equivocadas, con los incentivos equivocados, el dinero se convierte en parte del problema.
A fines de marzo, pocos días después del aniversario del asesinato de Romero, unos 40 miembros de la Alianza Nacional del TPS se reunieron en una esquina de Freedom Plaza en Washington para rendir homenaje al santo salvadoreño. La mayor parte de la plaza fue ocupada por docenas de patinadores ese sábado. Mientras atardecía, el ruido de sus patinetas al golpear escalones de piedra y paredes bajas de granito formaban una banda sonora de indiferencia y Elsy Flores Ayala, otra demandante en el caso Ramos, leyó en español los versículos de Isaías 53:
Fue tratado como culpable a causa de nuestras rebeldías
y aplastado por nuestros pecados.
Él soportó el castigo que nos trae la paz.
La Casa Blanca estaba a un par de cuadras. El sonido de helicópteros militares que llegaban y salían de sus terrenos interrumpía ocasionalmente el servicio.
Una semana antes, los miembros de la alianza comenzaron una huelga de hambre de 43 días que funcionó con relevos. Algunos miembros se sentaban en la plaza y dejaban de comer durante dos o tres días, luego volvían al trabajo y otros ocupaban sus lugares. Cristina Morales volará a principios de este mes para su turno. La alianza espera que estos esfuerzos presionen al Senado para que apruebe la Ley de Promesa y Sueño Americano, que fue aprobada por la Cámara el 18 de marzo, o al menos llamar la atención de los medios de comunicación sobre su causa. Pero pocas personas parecen prestar atención. El TPS es demasiado confuso, demasiado complicado históricamente. Al hablar de sus detalles, a menudo veía cómo la mirada de la gente se perdía.
Pero para algunos de los que vieron la proyección al aire libre de la película Romero esa fría noche de primavera, la historia aún se sentía visceral. Antonio Vásquez, de 56 años, asistió al funeral de Romero cuando era adolescente. Caminó 16 kilómetros desde su casa para presentar sus respetos porque, dijo, Romero “era la voz del pueblo”. Cuando llegó al funeral, se unió a una multitud enorme y pacífica. Entonces estalló una bomba y comenzaron los disparos. Cerca de él, la gente caía al suelo y él corrió aterrorizado hasta llegar a su barrio. Su esposa, Maribel, otra beneficiaria del TPS, se sentó junto a su hija de 9 años para ver la película. Asistió al funeral de Romero con su tío porque su propio padre fue asesinado, ahorcado y decapitado después de haber sido secuestrado cuando estaba en su casa. “El Salvador nunca se ha recuperado de esa guerra”, dijo Vásquez. Su hermano, de 70 años y dueño de una pequeña empresa, le dijo que no pensara en regresar. Apenas puede ganarse la vida; las pandillas extorsionan sus ganancias. “Es triste para mí”, dijo Vásquez. Después de 20 años siendo un contribuyente respetuoso de la ley, todavía tenía que preocuparse por ser deportado. “Aquí he dejado mi energía”, dijo, “mi juventud, mi vida”.
Marcela Valdés es escritora de la plantilla de The New York Times Magazine. Se especializa en escribir sobre política y cultura latina y latinoamericana. @valdesmarcela
“Hicimos daño a la gente de El Salvador. Creo que tenemos el deber de corregirlo”.